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 Anayet y Arafita eran tal vez los dioses más pobres de la montaña. Les habían despojado de sus pinares y abetales. En sus umbrías ya no se encontraban ni siquiera fresas o frambuesas. Hasta sus ganados escaseaban. Tampoco acudían ya los sarrios que no encontraban en ellas nada para comer. Sus senderos se habían convertido en pasos de contrabandistas. Anayet y Arafita eran pobres pero trabajadores y honrados. Poco les importaba que los otros dioses-montañas los despreciasen porque ellos, en su pobreza, eran felices. Es más; tenían un tesoro que por nada del mundo cambiarían; una hija preciosa -la diosa Culibilla- a la que el cielo había adornado con todas las gracias inimaginables entre las que destacaban sin duda el candor y la hermosura. Nada quería saber nunca de las pretensiones de todos los otros dioses pirenaicos.
Sus mejores afectos eran hacia los corderillos que competían en blancura con los inmensos heleros y glaciares que rompían el verdor de sus montañas. Y más aún amaba a las humildes y trabajadores hormigas blancas que durante el verano continuaban blanqueando la montaña, hasta el punto que Culibilla la bautizó con el nombre de Formigal. La bucólica paz se acabó el día en que Balaitús se enamoró ardientemente de Culibilla. Balaitús era fuerte, poderoso, temido por todos. Ningún obstáculo se oponía jamás a sus deseos. El amasaba las terribles tormentas del Pirineo y forjaba los rayos capaces de destruir todo lo que a él se le antojara. Violento como ninguno, cuando se enfadaba y hacía correr sus carros por encima de las nubes, se estremecían hasta los cimientos de las montañas. ¿Cómo iba a ser Culibilla feliz con ese dios? Naturalmente lo rechazó igual que a los demás que la habían pretendido. En mal momento para ella porque el desairado Balaitús, que era la primera vez que no colmaba sus deseos, juró raptarla. Anayet y Arafita temían sus furores, pero ¿Qué podían hacer los pobres para defender a su hija? En tres zancadas dicen que se presentó Balaitús ante Culibilla, decidido a cumplir sus propósitos. Las montañas todas estaban atónitas, sin atreverse a defender a la hermosa y desgraciada diosa. Balaitús era el Zeus de aquel Olimpo Pirenaico. Y dice la leyenda que entonces Culibilla gritó:
-¡A mí las hormigas!- A millares acudieron de todos los sitios las hormigas blancas que empezaron a cubrir a Culibilla ante los ojos de Balaitús que, horrorizado, emprendió la huída. Culibilla, en el colmo de la amistad y el agradecimiento, se clavó un puñal en el pecho para guardar dentro, junto a su corazón, todas las hormigas: es el forau de Peña Foratata. Y cuentan que los que suben al forau de la Peña, pueden oír claramente los latidos de Culibilla, la diosa agradecida. Y aseguran también que en Formigal, desde entonces, ya no hay hormigas blancas; todas las tiene ella.
La leyenda de Formigal